
Cualquier palabra, dependiendo del contexto, de la frase y su sintaxis, tiene una consecuencia. Puede desencadenar la más leve sonrisa, la euforia, las ganas de gritar o salir corriendo en una explosión de rabia interna o dar cabida a la huida fácil de los sentimientos arrastrados y condensados por las mejillas.
Cualquier gesto es seguido de un sentimiento, a veces implícito, bajo el orden de un proceso cognitivo del pensamiento. La intención. Eso que conlleva al caos de la interpretación y la traducción en mil lenguajes distintos: las emociones.
El ser humano padece del síndrome de la duda ante la incongruencia de lo postulado. La fórmula o ley de estabilidad va teorizándose y concretándose con el tiempo. Esa sustancia inmaterial a la que estamos sometidos que comprende tres partes: la cadena del pasado, la inercia del presente y la incertidumbre del futuro.
Tendemos a anclarnos en el primero, a esclavizarnos con el último y a hacer caso omiso del segundo, del verdadero.
Cada momento que pasa se convierte en pasado perdiendo la consistencia de haber sido futuro.
Si todo lo que interpreté en el pasado dio como consecuencia al presente en el que vivo, no quiero imaginarme un futuro marcado por la inconsistencia de palabras, que fueron lo que fueron, palabras, y quizá carentes de sentido. Sentimientos y roces de recuerdos que evaporan la esperanza de que vuelvan a ser reales, las ganas de seguir hacia adelante y azotar inseguridades hacia el abismo de la decepción.
He sido vaciada, absorbida por dentro de toda realidad y entregada a un sueño. El sueño de que aún hay confianza entre tú y yo, de que aún hay cariño y de que sigues a mi lado.